LA CEREMONIA DE CORONACIÓN DE LOS REYES DE ARAGÓN

Hoy queremos hablaros de una costumbre del antiguo reino que hace siglos que se perdió, pero que en su momento era todo un acontecimiento de las calles zaragozanas. Y esta no es otra que la ceremonia de coronación de los reyes de Aragón.

El acto de coronación, como tal, solemniza el acceso al trono de un nuevo monarca, y es algo que continúa hasta nuestros días, como por ejemplo en la fastuosa ceremonia que sigue haciendo la corona británica. Son actos que están muy ligados al estamento religioso y en un comienzo remarcaban en cierta medida la suprema autoridad de la Iglesia y del papa sobre el poder temporal y terrenal de los reyes cristianos. Se quería remarcar que sólo el papa de Roma, y en su caso sus ministros (cardenales, arzobispos,…), podían otorgar una corona y proclamar rey a alguien. Hay diferentes teorías sobre el origen de este tipo de ceremonias, aunque muchas apuntan a los reyes visigodos y que de ahí pasarían a los reyes de los reinos cristianos peninsulares y a las diferentes cortes europeas.

En el caso que nos ocupa, el primer rey de Aragón ungido y coronado fue Pedro II el Católico (1196-1213). Se desconoce qué  protocolo seguía la monarquía aragonesa con anterioridad, aunque seguramente sería una sencilla ceremonia de proclamación y no de coronación.

Pedro II viajó a Roma en 1204 a imitación de lo que hizo su antepasado, el rey Sancho Ramírez, y renovó el vasallaje a Roma, en este caso de la Corona de Aragón, siendo por ello ordenado caballero y coronado como rey por el mismo papa Inocencio III. En la ceremonia, a Pedro II se le impuso no sólo la corona, sino también el “mantum” (la capa púrpura propia de los emperadores bizantinos), el cetro, el orbe y la mitra, objetos que sólo estaban reservados a las coronaciones de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico.

Al año siguiente el papa concedió además a los reyes de la Casa de Aragón el derecho a que sus sucesores fueran coronados en la Seo de Zaragoza de manos del arzobispo de Tarragona (desde 1318 este fue sustituido por el de Zaragoza), así como también a las reinas consortes. Es aquí donde arranca la costumbre de que la sede catedralicia zaragozana gozara de ese privilegio, y que los monarcas de la Corona de Aragón fueran coronados primero en la capital aragonesa para luego hacerlo en el resto de Estados de la corona.

Los sucesores de Pedro II intentaron desligarse de esta supuesta autoridad papal sobre la corona aragonesa. Su hijo Jaime I el Conquistador (1213-1276) nunca fue coronado rey por el papa. Sí que llegó a viajar a Roma e incluso aceptó el pagar los tributos feudales atrasados que la corona le debía al sucesor de San Pedro, pero finalmente nunca llegó a un acuerdo con la Santa Sede, pues no quería mermar de ninguna forma su poder y autoridad.

La ceremonia de coronación se retomó con Pedro III el Grande (1276-1285), pero ya se produjo en Aragón, sin necesidad de viajar a Roma, y con una ceremonia religiosa, pero nunca se renovó el vasallaje del reino al papado. Tanto Pedro III como Alfonso III quisieron dejar claro que recibían la corona por derecho propio y no porque se la concediera ninguna autoridad eclesiástica.

De hecho, ya desde Alfonso IV (1327-1336) los reyes de Aragón se colocaban a sí mismos la corona tras recibirla de manos del arzobispo, para mostrar así su independencia del poder eclesiástico y el hecho de que estaban por encima de toda autoridad, salvo la divina. El propio Alfonso IV solemnizó notablemente la ceremonia, y su hijo Pedro IV (1336-1387) mandó redactar un nuevo libro del ceremonial.

El rito ceremonial comenzaba una semana antes del acto de coronación. Esta se realizaba en domingo, y durante esa semana, el rey debía ayunar el miércoles, viernes y sábado. En este día previo al de la ceremonia  el rey escuchaba misa, se bañaba y vestía luego una túnica, una dalmática blanca (el atuendo que llevan los sacerdotes al celebrar misa) y una esclavina púrpura bordada en oro. Después, ya al atardecer, la comitiva real salía del palacio de la Aljafería de Zaragoza y atravesaba el barrio de San Pablo por la calle de Predicadores, que por entonces era la más larga y una de las más importantes de la ciudad. De hecho, más tarde se construirían en ella sus grandes palacios familias de la alta nobleza, como los duques de Villahermosa, cuyo palacio es hoy en día un colegio público, y desde cuyos balcones salían a saludar al monarca a su paso el día previo a su coronación. La gente acudía en masa a las calles del recorrido y aclamaban al rey y le jaleaban al grito de “¡Aragón, Aragón!”.

El objetivo final de la comitiva era la Seo, donde el rey pasaba la noche velando sus armas (o al menos eso debía hacer…). En la mañana del domingo se iniciaba la ceremonia dentro de la catedral  con la investidura del monarca como caballero, momento en el que el arzobispo le entregaba la espada y le bendecía. Tras esto comenzaba la solemne misa mayor y después el rey leía la declaración “Atorgamos e prometemos”.

Acto seguido, los dos obispos más antiguos presentaban al rey ante el arzobispo y juraban que era la persona más idónea y con más derechos para ostentar el título real, y por ello le solicitaban formalmente que lo coronara como rey. El rey se arrodillaba y era rodeado por todos los obispos, y es entonces cuando el arzobispo iniciaba una oración y llevaba a cabo la llamada “consagración”, con la unción y la entrega de la corona, el cetro y el anillo al monarca; todo mientras el coro cantaba el responsorio y el aleluya de la misa. Terminada la consagración, el arzobispo acompañaba al rey desde el altar mayor hasta un trono que se había colocado en la catedral para la ocasión. Una vez coronado, se cantaba el Evangelio y la misa mayor continuaba hasta su final. Al terminar la ceremonia, el rey junto a toda la comitiva salían de la Seo y regresaban de nuevo a la Aljafería para la celebración de un gran banquete, que ponía el broche de oro al ceremonial.

Como dato final curioso, decir que existía un mito (totalmente falso), que decía que la costumbre en las coronaciones celebradas por el papa era que este le colocara la corona al monarca de turno con los pies, para mostrar así la superioridad del poder espiritual al temporal. Pero cuenta la leyenda que Pedro II, que fue un rey muy orgulloso, quiso evitar la humillación que eso le suponía, haciendo fabricar la corona con pan blando, lo que habría obligado al papa a cogerla con las manos y no con los pies para que no se le deshiciera. Un chascarrillo más de esos de la historia que, aún no siendo cierto, son útiles para aderezar un poco aquello que nos cuenta la musa Clío.

Sergio Martínez Gil

Lcdo. en Historia por la Univ. de Zaragoza