EL CONDE DE ARANDA (PRIMERA PARTE)

El 9 de enero de 1798 murió en su palacio de Épila Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, más conocido como el décimo conde de Aranda. Además de poseer veintitrés títulos nobiliarios, ser dos veces grande de España de primera clase y de emprender la modernización de la fábrica de cerámica de Alcora que heredó de su padre; entre su curriculum figura, ahí es nada: ser embajador en Portugal (1755/56), director general de Artillería e Ingenieros (1756/58), embajador en Polonia (1760/62), general jefe del ejército invasor de Portugal (1762/63), presidente del Alto Tribunal Militar que juzgó a los oficiales que perdieron La Habana ante los ingleses (1764/65), capitán general, presidente de la Audiencia y virrey de Valencia (1765/66), presidente del Consejo de Castilla y capitán general del mismo reino (1766/1773), embajador y ministro plenipotenciario de España en París (1773/1787) y, finalmente, secretario interino de Estado o primer ministro de Carlos IV (1792), para luego seguir como decano del Consejo de Estado (1793/94).

Su labor al servicio de España y de Aragón fue encomiable e impagable. Durante la dinastía de los Austrias, Aragón fue un reino altivo que no se doblegaba fácilmente a la voluntad de sus monarcas, que querían gobernar los territorios de la Corona de Aragón como si fueran Castilla, donde el rey tenía un mayor poder. Aragón fue protagonista de continuos tiras y aflojas con la monarquía hispánica, e incluso de rebeliones. También se vio muy afectado por la expulsión de los moriscos a principios del siglo XVII, ya que buena parte de la población aragonesa era morisca. Los aragoneses pagaron muy caro su atrevimiento, llegando desangrados y exhaustos al siglo XVIII. El golpe de gracia se lo dio la llegada de la nueva dinastía borbónica, al promulgar en 1707 Felipe V los Decretos de Nueva Planta. Mediante estos decretos se eliminaban los fueros y principales instituciones de los territorios de la Corona de Aragón, aplicándoseles las mismas leyes e instituciones de la Corona de Castilla. Nacía así el reino de España, formado por los antiguos territorios de las Coronas de Aragón y Castilla. Cuando nació el conde de Aranda en 1719 todavía estaban recientes los Decretos de Nueva Planta, y en gran parte gracias a él, a pesar de todos los avatares sufridos y de lo mermadas que estaban las fuerzas, Aragón siguió teniendo algo de peso político y siguió siendo tenido en cuenta por la monarquía a lo largo del siglo XVIII.

Nuestro protagonista se educó en Italia, en el Seminario de Bolonia y en Roma. Se convirtió en un gran erudito que viajó por toda Europa con una formación muy liberal. Tenía vocación militar y en 1740 ingresó en el ejército. Después de esto conoció a Federico el Grande (una de las grandes figuras políticas de la época), en el transcurso de una estancia en Prusia. Residió en París, visitó brevemente Londres y regresó a España. Empezó a ganar fama y el rey Fernando VI le nombró embajador en Lisboa.

Sin embargo, poco tiempo duró al servicio de Fernando VI, ya que este murió en agosto de 1759. En octubre de ese mismo año Carlos III realizó su primera visita a Aragón con su familia. Había sido rey de Nápoles y Sicilia desde 1734 pero al morir su hermanastro Fernando VI, rey de España, sin descendencia en 1759, dejó con gran pesar la corona del reino de Nápoles y Sicilia a su tercer hijo, Fernando, y marchó rumbo a nuestra patria para ser coronado como rey de nuestro país.

Al poco tiempo de la muerte de su hermanastro, desembarcó con toda su familia en Barcelona para dirigirse desde allí a Madrid, pasando por Zaragoza, y le gustó tanto nuestra tierra que decidió permanecer un mes en la ciudad. Fueron días felices para Carlos III que ocupó en disfrutar de toda clase de fiestas campestres, festejos populares en su honor y cacerías en los montes de Torrero.

El período en que le tocó reinar en España parece una etapa de estabilidad en la que apenas hay guerras en Europa pero se está fraguando el caldo de cultivo que dará lugar a la Revolución Francesa. Esta revolución, que si no hubiera sido por el gobierno de Carlos III tal vez habría estallado aquí antes que en Francia, pondrá patas arribas los cimientos del Antiguo Régimen, dando lugar a un nuevo orden social, que se acabará extendiendo por toda Europa.

La intelectualidad de finales del siglo XVIII y el avance de la ciencia, que era imparable y que luchaba por el bienestar y el progreso de los pueblos, chocaba con la sociedad del Antiguo Régimen, que le cortaba las alas. Ante esta situación, los monarcas europeos tenían dos opciones. La primera opción, y más cómoda, era la de colocarse una venda en los ojos y vivir en un universo paralelo, encerrados en su torre de marfil, gobernando como monarcas absolutos de espaldas a los problemas de la gente, que es lo que harían en Francia. La segunda opción, y más difícil, era la de rodearse de estos intelectuales y facilitarles que llevaran a cabo sus proyectos de mejora de la sociedad, como haría Carlos III. Es lo que se conoce como Despotismo Ilustrado, que se resume en la frase: todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Con el tiempo, la historia demostró que este Despotismo Ilustrado no fue más que un parche incapaz de evitar lo inevitable, que era el fin del Antiguo Régimen y la construcción de una nueva sociedad en la que la burguesía se hizo dueña del poder.

Aragón fue uno de los más destacados protagonistas en este Despotismo Ilustrado de Carlos III, gracias a la enigmática figura del conde de Aranda. Ya en esta primera estancia del monarca en Zaragoza, el conde de Aranda aprovechó para visitar al rey y proponerle la continuación de las obras de la Acequia Imperial, que llevaban abandonadas desde hacía más de un siglo, lo que acabaría dando lugar al Canal Imperial diseñado por Pignatelli que conocemos hoy en día.

Comenzó el reinado de Carlos III siendo nombrado embajador en Varsovia y obteniendo el grado de Capitán General, con el cual encabezó el ejército que invadió Portugal en 1762, fracasando en su intento por capturar Lisboa. El rey entonces se dio cuenta que para el país era mucho más beneficioso aprovechar sus servicios como político que como militar. Por consiguiente, fue nombrado gobernador de Valencia, cargo al que tuvo que renunciar a consecuencia del motín de Esquilache.

El famoso motín de Esquilache que tuvo lugar en 1766, también conocido en Zaragoza como el “motín de los broqueleros”, no era más que un aviso de lo que estaba por suceder en Francia. El motín comenzó en Madrid y se extendió por un gran número de ciudades en toda España, entre las que destaca Zaragoza. Después de Madrid, fue Zaragoza la ciudad donde con más virulencia se desató la revuelta.

El marqués de Esquilache era un ministro, que desde su anterior gobierno en Nápoles, gozaba del apoyo del rey y que pretendía restaurar la villa de Madrid. Entre su programa estaba la construcción de fosas sépticas, el alumbrado, la limpieza y pavimentación de las calles. En la línea de su proyecto reformista, prohibió el uso de la capa larga y el chambergo, ya que esta vestimenta facilitaba ir de incógnito, el enmascaramiento de armas y por consiguiente, incitaba a cometer todo tipo de delitos que quedaban en el más oscuro anonimato. Esta fue la chispa que originó el motín. Los súbditos se tomaron esta decisión como la implantación de una moda extranjera por un ministro italiano. Los amotinados no pretendían cambiar el orden establecido, como demuestra su consigna: ¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache! Lo que ocurrió es que coincidió con una hambruna generalizada y las clases bajas secundaron la revuelta a causa de los altos precios de los productos de subsistencia.

No es casualidad que Zaragoza fuera uno de los lugares donde con más enconamiento se desarrolló el motín. Sin una crisis de subsistencia, la refriega no habría tenido el éxito que tuvo pero habría que estar receloso de que fuera algo espontáneo porque se prepararon pasquines clandestinos durante días y es sorprendentemente extraño que un levantamiento que se supone que no era premeditado, estuviera tan bien oganizado. Todo apunta a una utilización política de esta revuelta popular en contra del marqués de Esquilache y en favor del conde de Aranda, al que Carlos III enseguida llamó a la presidencia del Consejo de Castilla, viéndose obligado el conde a renunciar a su cargo como gobernador de Valencia.

El conde de Aranda era el líder del “partido aragonés”, opuesto al “partido de los golillas” que gozaba del favor de Carlos III. Estos últimos eran defensores del absolutismo monárquico y del centralismo, se oponían a la intervención moderadora de la nobleza y estaban decididos a eliminar los organismos intermedios de poder como los que había en Aragón antes de la llegada de los Borbones.

A Carlos III, en contra de su voluntad y a causa del motín de Esquilache, no le quedó más remedio que encumbrar al conde de Aranda, ya que por su prestigio militar era el único que podía sacarle del atolladero. El “partido” del conde de Aranda reivindicaba la recuperación de los fueros, suprimidos por su padre Felipe V con los Decretos de Nueva Planta, y un gobierno menos absoluto del rey y más compartido con los diferentes estamentos de la sociedad.

Mientras estuvo al frente del Consejo de Castilla, instauró una política reformista que le hizo ganarse el afecto popular y ser elogiado por el mismísimo Voltaire, quien decía que «con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada». Sus acciones se focalizaron en la cuestión agraria y a él se debe el primer censo de población que se hizo en España. Tampoco es casualidad que la Real Sociedad Económica de Zaragoza, fundada en 1776, fuera una de las Sociedades Económicas de Amigos del País más importantes de España, ya que estas sociedades contaron siempre con el apoyo del conde.

En definitiva, aunque Carlos III cambiara drásticamente el aspecto de la capital y sea conocido como “el Mejor alcalde de Madrid”; Aragón, gracias en gran parte al conde de Aranda, fue uno de los impulsores del Despotismo Ilustrado y uno de los más beneficiados del mismo, disfrutando de avances tan significativos como la construcción del Canal Imperial de Aragón, cuyas obras en ocasiones fueron sufragadas por el conde; y mejorando la situación de tiempos de su padre, que gobernó con puño de hierro.

En la Segunda parte hablaremos sobre las actividades del conde como embajador de Carlos III y durante el reinado de Carlos IV. Os dejamos el enlace.

 

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE DEL ARTÍCULO

Santiago Navascués Alcay

Doctor en Historia por la Univ. de Zaragoza