EL CONDE DE ARANDA (SEGUNDA PARTE)

En la primera parte de esta entrada nos centramos en el contexto sociopolítico de la segunda mitad del siglo XVIII y en la labor del conde de Aranda como presidente del Consejo de Castilla. En esta segunda parte vamos a hablar de su actuación como embajador en París durante el reinado de Carlos III y de su actividad durante el reinado de Carlos IV.

Retrato del conde de Aranda de Ramón Bayeu (1769)
Retrato del conde de Aranda de Ramón Bayeu (1769)

En 1773 el conde aragonés tuvo que abandonar la presidencia del Consejo de Castilla, pasando a ser embajador en París. El motivo por el que renunció a la presidencia del Consejo fue el enfrentamiento con Grimaldi, ministro de Negocios Extranjeros. En estos años en los que Inglaterra y España se disputaron la posesión de las islas Malvinas, el conde de Aranda era partidario del enfrentamiento con los británicos, mientras Grimaldi prefería el uso de la diplomacia. La coyuntura internacional favoreció la solución de Grimaldi, siendo derrotado el partido aragonés de Aranda, que no tuvo más remedio que acabar en Francia como embajador.

Desde París nuestro protagonista movía los hilos para devolver el golpe a Grimaldi y colocar al partido aragonés en la primera línea de la política nacional. La ocasión se la brindó una fallida expedición de castigo a Argelia. Tras esta derrota, con el apoyo del Príncipe de Asturias (el futuro Carlos IV) consiguió lograr la caída de Grimaldi como ministro de Estado. Sin embargo no consiguió sustituirlo, sino que en su lugar fue nombrado en su puesto el conde de Floridablanca.

Como embajador de París vivió tiempos convulsos de la política internacional, pues coincidió el desempeño de su cargo con la Guerra de la Independencia de EE.UU. En la capital francesa tuvo contacto con los enciclopedistas, las ideas ilustradas y con Benjamin Franklin (inventor del pararrayos), que en aquellos momentos era embajador de las colonias norteamericanas. España junto con Francia participó en esta guerra apoyando a los rebeldes de las colonias americanas contra Gran Bretaña, y cuando esta perdió la guerra en 1783, nuestro conde sacó una buena tajada para nuestro país. Gracias a él, fueron devueltas parte de las costas de Nicaragua y Honduras, la colonia de Providencia y Campeche, además de la Florida oriental y occidental. A cambio no pudo devolver Gibraltar a España y tuvo que aceptar la soberanía inglesa de las Bahamas.

Su conocimiento erudito de la historia y del mundo le hizo adelantarse a su tiempo. Anticipó en cien años el surgimiento de EE.UU. como potencia mundial y sus ansias de poder, viendo peligrar las posesiones españolas en América, a consecuencia del ejemplo de rebeldía que habían dado las colonias británicas americanas a las españolas. Así se lo expresaba al rey Carlos III:

Esta república federal nació pigmea, por decirlo así y ha necesitado del apoyo y fuerza de dos Estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante, y aun coloso temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y sólo pensará en su engrandecimiento… El primer paso de esta potencia será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de México. Después de molestarnos así y nuestras relaciones con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no podremos defender contra una potencia formidable establecida en el mismo continente y vecina suya.

La solución que proponía, y que nunca fue llevada a cabo, era la de crear un imperio federal que hiciera sentir a los habitantes de las colonias españolas que sus demandas e intereses eran escuchados y atendidos, garantizando así su fidelidad a España, como muestra este otro escrito a Carlos III:

[…] Que VM –Vuestra Majestad- se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y algunas que más convengan en la meridional, con el fin de que ellas sirvan de escala o depósito para el comercio español. Para verificar este vasto pensamiento de un modo conveniente a la España se deben colocar tres infantes en América: el uno de Rey de México, el otro de Perú y el otro de lo restante de Tierra Firme, tomando VM el título de Emperador. […]

En diciembre de 1788 murió Carlos III y le sucedió su hijo Carlos IV, siendo el conde de Floridablanca Secretario de Estado. En 1789, unos pocos meses después de su acceso al trono, comenzó la Revolución Francesa y eso condicionó todo su reinado y también la vida del conde de Aranda.

La historiografía tradicional decía que la revolución no había estallado antes en España gracias al Despotismo Ilustrado. Por otro lado, nos presentaba al rey Carlos IV como un bonachón, al que no le gustaba reinar, amante de los relojes, y a su mujer María Luisa de Parma como una marimandona. A su vez, nos han mostrado a Luis XVI de Francia y a su mujer María Antonieta de la misma manera que al zar Nicolás II y a su esposa, como a unos déspotas tiranos causantes de la Revolución Francesa y de la Revolución Rusa, respectivamente.

Esto no es más que un inocente cuento, ya que las revoluciones se producen por muchos más motivos. La realidad es que lo que estaba sucediendo en Francia podía suceder en cualquier otro país europeo, puesto que tenían la misma estructura social que en el país galo. El país en el que más influyó la Revolución Francesa fue en España porque los reyes de Francia eran familia de Carlos IV, porque durante todo el siglo XVIII Francia y España fueron aliados y sus intereses eran los mismos; y por último, como es lógico, porque ocurrió muy cerca de casa. Por aquel momento el que gobernaba realmente España era el conde de Floridablanca e intentó hacer lo habitual en estos casos: tratar de evitar que penetrara la revolución, impidiendo la entrada de franceses revolucionarios y de libros, panfletos, etc…, reforzando la frontera con gendarmes. La medida sin embargo, no pudo evitar lo inevitable.

Hoy sabemos que en 1791 Luis XVI acabó jurando la Constitución Francesa, que lo hizo no por convencimiento, sino para salvar el pescuezo; que cuando pudo traicionó a su pueblo, que lo descubrieron y que finalmente fue guillotinado. Pero en esos momentos nadie sabía cómo iba a acabar esa historia. Se había aislado a Francia como si estuviera enferma de peste y de repente, se encontraron con que el rey Luis XVI juró la Constitución de los revolucionarios. Entonces Floridablanca, el protagonista de este aislacionismo, ya no servía para relacionarse con Francia. Fue sustituido por el embajador de París y amigo de Voltaire, el conde de Aranda.

Con el conde de Aranda como primer ministro la política española dio un giro de ciento ochenta grados. El país se abrió de nuevo a Francia y después de eso ocurrió lo inesperado: en 1792 se encarceló a los reyes franceses y se les sometió a juicio. La monarquía española, como es natural, pensó: nos hemos acercado a Francia y el rey ha sido detenido; hay que cambiar de política, cesar al conde de Aranda y nombrar un nuevo ministro. Ese nuevo ministro fue Manuel Godoy.

La elección de Godoy fue lógica. Floridablanca y el conde de Aranda eran viejos, experimentados, grandes nobles y fracasaron. Eran tiempos nuevos, los monarcas buscaron la antítesis de los anteriores ministros y Godoy lo era. Este tenía veinte años, ninguna experiencia, era un hidalgo miembro de la guardia de corps y poco más que el amante de la reina, según las malas lenguas. Al ser encumbrado por los monarcas y al no tener experiencia, era fiable. Su función no era defender los intereses de España, sino salvar la vida de los reyes, a los que les debía todo por haberlo encumbrado. Bastó una acalorada discusión con Manuel Godoy para que en 1794 el pobre conde de Aranda fuera desterrado a Jaén.

Finalmente, en 1795 el rey le permitió residir en Aragón y murió en su palacio de Épila en 1798. Sus restos están enterrados en el panteón de nobles del monasterio de San Juan de la Peña. En sus memorias, encontradas en 2014 por el historiador epilense especialista en este personaje tan ilustre, Pedro J. López, en el palacio que sus parientes Duques de Villahermosa tienen en Pedrola, se quejaba amargamente del trato recibido por el rey y su lacayo Godoy, así como del ciego desdén de sus consejos visionarios, adelantados a su tiempo. El devenir de la historia mostró que tenía razón.

Santiago Navascués Alcay

Doctor en Historia por la Univ. de Zaragoza