En el 1814, el rey Fernando VII regresaba a España tras la Guerra de la Independencia pasando la Semana Santa en la capital aragonesa. ¿Cómo fueron la sucesión de acontecimientos que le llevaron hasta ese momento? En mayo de 1808, tanto el destronado Carlos IV como su hijo Fernando VII renunciaron a sus derechos dinásticos al trono de España obligados por Napoleón Bonaparte, quien astutamente había atraído a ambos hasta Bayona, territorio francés, y quedando desde entonces en una jaula de oro en el Castillo de Valençay. Comenzaba al poco la larga y cruenta Guerra de la Independencia (1808-1814) que ayudó a socavar el inmenso poder del emperador francés en Europa y que terminó por convertirse en todo un quebradero de cabeza para el corso. Mientras tanto, Fernando VII se pasó la guerra felicitando a Napoleón por sus victorias en España mientras le rogaba que le encontrara novia entre los Bonaparte para poder formar parte de su familia, y todo a la vez que las Cortes de Cádiz lideraban la lucha contra el invasor haciéndolo en nombre de ese mismo Fernando VII.
Pasados los años, a finales de 1813, la situación militar no era nada halagüeña para los intereses franceses, que habían sufrido una grave derrota en Rusia a la vez que la lucha en la península Ibérica frente a británicos, españoles y portuguesas seguía siendo un sumidero de vidas y de recursos. Así, ante el avance hacia las fronteras de la Sexta Coalición, Napoleón, que ya daba por perdida España, trató de sacar de la ecuación a uno de sus rivales, y en diciembre de ese año propuso a Fernando el devolverle el trono a cambio del fin de las hostilidades, cosa que el Borbón aceptó encantado. Así, tras la firma del Tratado de Valençay comenzaron los preparativos para el regreso a una España azotada por años de crisis y de guerra y que había cambiado mucho. Ahora existía un gobierno que había aprobado una Constitución, la primera de la historia del país, que situaba la soberanía nacional en el pueblo, establecía la división de poderes, el fin de la sociedad de los estamentos privilegiados, la eliminación de la inquisición, el derecho a la propiedad privada, la libertad de prensa, la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos y la limitación del poder de la monarquía.
Una de las preocupaciones de las Cortes, o al menos de los diputados de tendencia liberal, era marcar una hoja de ruta del regreso del rey y el asegurarse de que Fernando jurara la carta magna renunciando a sus privilegios como monarca absoluto. Por supuesto, a Fernando no le convencía demasiado eso de perder los poderes de los que habían gozado secularmente sus predecesores, y a su vuelta a España se dedicó a ver con qué apoyos contaba y cuál era el sentir del pueblo. El 22 de marzo de 1814 Fernando VII volvía a pisar suelo español llegando a Figueras, comenzando un periplo que debía llevarle a Valencia, pero del que se acabó desviando hacia tierras aragonesas por petición expresa de José de Palafox, capitán general de Aragón y líder de la defensa de Zaragoza durante los dos asedios que sufrió la ciudad entre junio de 1808 y febrero de 1809. Quería mostrarle al rey las ruinas en que había quedado la capital aragonesa luchando por su regreso y, por supuesto, marcarse un tanto frente al monarca. “Usía, dígale al general que le diga al rey que venga por esta ciudad para que vea lo que hemos hecho por Su Majestad”, fueron las palabras de Palafox. Y allá que fue.
Fernando VII y toda la comitiva real llegaron a Zaragoza el 6 de abril de 1814 para celebrar allí la Semana Santa mientras Palafox había preparado una ruta por la ciudad para que el monarca viera desde su carruaje las zonas más dañadas, así como dejó instrucciones para que estuvieran en primera línea los mutilados por los combates, así como las viudas y huérfanos que había dejado la guerra en la ciudad. Acompañado de su hermano, el infante Carlos María Isidro de Borbón (sí, el de las Guerras Carlistas), entraron en Zaragoza por el Puente de Piedra, siguieron por el barrio de las Tenerías, pasaron por la plaza de la Magdalena, una de las zonas más destruidas, y subieron por el Coso hasta llegar al palacio del conde de Sástago, donde se alojó el monarca aquellos días.
La efusividad fue tremenda, siendo Fernando recibido con “vivas al rey” y algún más tímido “viva la Constitución” mientras 50 zaragozanos desuncieron a los caballos que tiraban del carruaje real tirando ellos mismos de la carroza. Dicha imagen quedó de hecho inmortalizada en un óleo sobre lienzo que pintó Miguel Parra Abril en 1818 y que puede verse en el Palacio Real de Madrid. Mientras pasaba la Semana Santa, Fernando VII seguía rumiando la idea de no acatar la Constitución, y días después, ya en Daroca mientras se dirigía hacia Valencia, una reunión del consejo real le mostraba su apoyo si derogaba “la Pepa”. Y así lo hizo a su llegada a Valencia, comenzando a su vez una cruenta y sangrienta persecución contra todos los diputados liberales de aquellas Cortes que habían luchado durante años por el regreso de un monarca que traicionó a la soberanía nacional.
Sergio Martínez Gil
Lcdo. en Historia por la Univ. de Zaragoza
