La Primera Guerra Carlista fue un conflicto largo, complejo y cruento. La excusa fue una disputa dinástica entre Isabel II y su tío Carlos (el pretendiente Carlos V), pero en realidad, en aquella guerra civil con matices internacionales (combatieron o apoyaron franceses, británicos, irlandeses, portugueses, piamonteses, prusianos… en uno u otro bando) pugnaron la Revolución liberal y la Contrarrevolución absolutista, las cuales llevaban en liza desde 1789 en toda Europa. Tanto en el bando isabelino como en el carlista había diversos proyectos políticos y heterogeneidad de apoyos, lo que complicó más el devenir bélico dadas unas retaguardias tan activas como el mismo frente. La movilización de más de 300.000 soldados, más de 400.000 milicianos; las 200.000 bajas, los asesinatos en retaguardias, o la multitud de pueblos quemados y saqueados dieron muestra de la brutalidad de los desastres de una guerra que acabó siete años después de empezar. No solo se combatió por quién sentar en el trono de España, había mucho más detrás, pues la población (urbana y rural, de clase alta y baja) estuvo altamente politizada en un sentido u otro.

Señalado el contexto, viajamos a 1837, hace 180 años. Mientras en Madrid los diputados debatían con ardor en las Cortes acerca de la nueva Constitución que debía regir la España liberal; la guerra se disponía a llegar a su punto de inflexión. Los carlistas habían fracasado, una vez más, en el sitio de Bilbao. El 25 de diciembre de 1836 el ejército isabelino al mando del general Espartero había vencido en la batalla de Luchana (Vizcaya). Junto a ello, el Plan Sarsfield, aún con retraso, había logrado sus objetivos, pues en mayo el general Evans tomaba Irún, quedando la frontera francesa definitivamente cerrada para los carlistas. De esta forma, el carlismo quedaba aislado del exterior, sin posibilidad de recibir suministros, dinero y voluntarios; además de ver cada vez más lejos cualquier reconocimiento internacional.
Todo ello, unido a un pacto con la reina regente María Cristina. Y es que ésta, era tan absolutista como su cuñado, aunque se vio presionada a dar el gobierno a los liberales, a los que detestaba (especialmente a los progresistas, y más tras la Revolución de julio-agosto de 1836). Mientras, el Pretendiente pensaba dar un paseo triunfal por España, reunir a las tropas carlistas del Norte, las de Aragón y Cataluña, presentarse a las puertas de Madrid y esperar a que la reina regente le diese el trono. Pero las cosas no salieron como la corte de Don Carlos preveía. Se sucedieron sangrientas batallas (Huesca, Barbastro, Gra, Chiva, Herrera/Villar de los Navarros), al principio victoriosas para el carlismo, hasta la llegada a las puertas de la capital. Allí nadie salió a recibir a Don Carlos. Cabrera quiso asaltar la ciudad, incluso sus avanzadillas se tirotearon con las defensoras de la Milicia Nacional, pero la orden de ataque nunca llegó. Era septiembre, y menos de un mes antes, mediante presión de oficiales del Ejército acantonado en Pozuelo de Aravaca, la reina regente se había deshecho del gobierno progresista de Calatrava-Mendizábal. Su miedo a los revolucionarios se había alejado con ello, ya no tenía motivos para pactar con su cuñado. Este se retiró. Pocos días después fue alcanzado por las tropas de Espartero en Aranzueque, y completamente derrotado hubo de huir al Norte. Mientras, Cabrera reforzó su poder en el Bajo Aragón y El Maestrazgo, actuando como si de un virrey se tratase en un territorio considerable hasta 1840. La Expedición Real fue un punto de inflexión de la guerra. Su fracaso supuso el primer paso del final de la misma en País Vasco y Navarra.

Pero volvamos a sus inicios. El ejército isabelino al mando de los generales Manuel Iribarren y Diego de León tenía como objetivo seguir en paralelo a la Expedición Real y evitar bajo cualquier concepto que ésta cruzase el Ebro. Así lo hicieron desde que ésta había partido de Estella el 15 de mayo de 1837. Iribarren no pensaba que el primer paso del plan de Don Carlos era reunirse en Cataluña con sus partidarios. Así, ambos ejércitos marcharon en paralelo, a siete horas de distancia el uno del otro. Cuando los carlistas vadearon el río Gállego, Iribarren se trasladó a Zuera.
Así llegamos al 24 de mayo de 1837. Ese día, la Expedición Real entraba en la ciudad de Huesca con 10 batallones y la caballería. Las autoridades isabelinas y la Milicia Nacional, ante la imposibilidad de defensa frente a casi 15.000 carlistas, había huido. Don Carlos y su corte se apresuraron a celebrar su entrada en la capital provincial, con un Te Deum en la catedral oscense. Fuera de la ciudad quedaron, acampados entre ella y la ermita de San Jorge, 4 batallones. El ejército isabelino se encontraba cerca, en Almudévar. El coronel Mendívil se acercó con 20 jinetes a Huesca y vio que los carlistas se encontraban desprevenidos, con sus armas dispuestas en pabellones. El mando isabelino decidió entonces avanzar. Iribarren dispuso un plan de ataque en tres columnas:
- La columna derecha al mando del brigadier de la Legión francesa, Conrad, con 3 batallones de infantería (6º ligeros, 2 de la legión francesa), 1 escuadrón de la caballería de la legión francesa y artillería.
- La columna del centro al mando del brigadier Juan Van-Halen, con 4 batallones de infantería (2 de la Guardia Real, 1 del Borbón, 1 del África), 2 escuadrones de caballería (Cazadores de la Guardia y Borbón) y artillería.
- La columna de la izquierda al mando del propio Iribarren, con 3 batallones (2 del Córdoba y 1 del Almansa), 1 escuadrón de caballería (caballería de la Rivera) y artillería.
Además, Diego de León y Navarrete comandaba a la restante caballería (6 escuadrones). Sobre las dos de la tarde, se inició la batalla tras unos disparos de la artillería isabelina. Primero, las guerrillas de ambos ejércitos se tirotearon en la llanura frente a Huesca. Entonces debía comenzar la ofensiva coordinada de las tres columnas isabelinas. Sin embargo, Diego de León, impaciente o envalentonado, por el escaso número de carlistas que se encontraban desplegados, cargó lanza en ristre con su caballería contra los tiradores avanzados carlistas, a los que arrolló. Sin embargo, el avance se vio detenido pronto. Los campos y huertas cercanos a la ciudad estaban embarrados por el riego, lo que dificultó sobremanera el avance de los caballos. Eso fue mortal, literalmente. Enfangada, la caballería isabelina fue presa de la infantería carlista. El propio Diego de León cayó abatido. En esos momentos, el grueso del ejército carlista salía de la ciudad y tomaba posiciones de combate. Por su parte, Iribarren, viendo la muerte de su compañero ordenó el ataque general, pues “solo pensó en vengar la pérdida”. Él mismo se puso al frente de otro escuadrón de caballería, dirigiendo otra carga.
El enfrentamiento se generalizo a lo largo de toda la línea. 30.000 hombres dispararon descargas de fusilería y combatieron cruentamente a la bayoneta. Hubo más de 2.000 bajas entre muertos y heridos. Iribarren fue herido y ordeno la retirada hacia Almudévar, donde falleció al día siguiente. Conrad quedó al mando de un ejército isabelino descabezado, desmoralizado y con numerosas bajas. Cuando la noticia llegó a la liberal y revolucionaria Zaragoza, cundió el pánico. Nada, más allá de unas tropas derrotadas, se imponía entre ella y el ejército carlista. La Milicia Nacional es movilizada y se escribió pidiendo ayuda al Capitán General de Aragón, Marcelino Oráa que se encontraba combatiendo a Cabrera en El Maestrazgo. Mientras, Don Carlos celebró su triunfo durante tres días, hasta que partió rumbo a Barbastro. Allí, el 2 de junio de 1837, tendría lugar otra sangrienta batalla, entre la Expedición Real y el ejército isabelino comandado por Oráa, que sería derrotado.
Daniel Aquillué
Doctor en Historia por la Univ. de Zaragoza