LA REBELIÓN DE ARAGÓN DE 1591 (Parte II)

En recibiendo esta, prenderéis a don Juan de Lanuza, Justicia de Aragón, y tan presto sepa yo de su muerte como de su prisión. Haréisle luego cortar la cabeza y diga el pregón así: esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor a este caballero por traidor y convocador del reino y por haber levantado estandarte contra su rey. Quien tal hizo, que tal pague.

De esta manera Felipe II -Felipe I de Aragón-, ordenó a Alonso de Vargas la detención y ejecución del pobre Juan de Lanuza como escarmiento a los aragoneses por lo que él consideraba un acto de lesa majestad. A la vez ordenaba su detención y ejecución sin juicio previo. Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos a donde nos quedamos en el artículo anterior, en el que se muestra que los continuos conflictos entre Aragón y la monarquía provocaron una tensa relación a la que solo le quedaba una gota para colmar el vaso; y esa gota se llamaba Antonio Pérez.

Este fue secretario del Consejo de Estado de Felipe II, algo que le venía ya de familia, pues su padre lo había sido también tanto con Carlos I como con Felipe. Estaba al corriente por tanto de toda la política interior y exterior que desde el Escorial y Madrid ponía en marcha el monarca. Tenía la confianza de Felipe y además tenía muy importantes apoyos en la corte, pues tuvo una muy buena relación con el príncipe de Éboli además de con su mujer. Pero Antonio tenía sus propias opiniones, y desde su posición comenzó a realizar sus propios tejemanejes. Por ejemplo, él era partidario de llegar a un acuerdo pacífico con los rebeldes protestantes flamencos, que habían puesto desde mitad de la década de 1560 al norte de Flandes en pie de guerra contra la Monarquía Hispánica, dando comienzo a la famosa Guerra de los 80 años.

Antonio Pérez llevaba ya un tiempo poniendo en práctica su propia política, llegando a tener engañado al propio monarca. Y es aquí cuando aparece la figura de Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria –el hermanastro de Felipe II-, y anteriormente muy amigo de Antonio. Sin embargo, Escobedo comenzó a descubrir los tejemanejes de Antonio, y este temió que estos fueran descubiertos y que llegara a perder su posición y la confianza del rey. Ante esto, Antonio Pérez urdió un plan para asesinar a Escobedo, lo cual tuvo el beneplácito de Felipe II, pues a este se le estaba convenciendo de que su hermanastro Juan de Austria, junto a su secretario Escobedo, estaban tramando una rebelión contra la monarquía.

Juan de Escobedo fue asesinado en 1578, pero Felipe II empieza a ver su error y al año siguiente manda detener a Antonio Pérez. Durante diez años, el monarca juega con su secretario, metiéndolo y sacándolo de la cárcel, manteniéndolo en el cargo de secretario y luego destituyéndole. Un juego destinado a desquiciarle y que contara las verdaderas razones del asesinato de Escobedo, algo a lo que siempre se negó, llegando incluso a amenazar al propio rey con hacer públicos ciertos documentos de Estado. En ese momento, el rey ordena que se torture a su exsecretario, y este ya, viéndose en una situación límite, consigue huir de la cárcel en 1590, llega a Aragón y logra acogerse al privilegio de Manifestación que contemplan los fueros aragoneses. Este privilegio le garantizaba un juicio justo de acuerdo con las leyes aragonesas, pues Antonio era de ascendencia aragonesa al provenir su familia de Monreal de Ariza –Zaragoza-.

Una vez acogido a los fueros, se planteaba un enorme problema. Según las leyes del reino, un aragonés no podía ser juzgado en Aragón por delitos cometidos fuera de este, ni tampoco un aragonés ser juzgado fuera de Aragón por delitos cometidos dentro del reino. Así pues, y para la justicia aragonesa, Antonio Pérez era totalmente libre, recibiendo además el apoyo de grandes figuras como el duque de Villahermosa, el conde de Aranda y Diego de Heredia. Pero esto Felipe II no lo podía permitir, y por ello decide abandonar la vía civil para hacerse de nuevo con Antonio y hace que intervenga el tribunal de la Inquisición, que según su visión, estaba por encima de los tribunales aragoneses y de sus leyes. Felipe II le acusa de blasfemo, hereje y homosexual, acusaciones ante las cuales interviene la Inquisición.

Los sucesos del 24 de mayo de 1591

Entretanto, Antonio Pérez permaneció en la cárcel de los manifestados, dependencias que pertenecían a la Corte del Justicia. Pero el 24 de mayo de 1591 y a petición de los inquisidores, es trasladado a la cárcel de la Aljafería, donde la Inquisición tenía su sede en el reino aragonés. Esto provocó la iracunda reacción de muchos de los apoyos del reo que,  liderados por el mencionado Diego de Heredia, llegaron a usar la violencia e incluso a herir de muerte al representante del rey, el marqués de Almenara, tras lo cual lograron volver a llevar a Antonio a la cárcel de los manifestados. El conflicto entre Aragón y la monarquía está ya prácticamente en un punto de no retorno. Al recibir Felipe II la noticia del motín zaragozano, ordena concentrarse en Ágreda –Soria-, muy cerca de la frontera con Aragón, a las tropas que estaba preparando para intervenir en las Guerras de Religión de Francia con las que pretendía apoyar a la Liga Católica. Además, envía misivas a las localidades aragonesas pidiendo sosiego y obediencia al virrey. Ante el cariz que estaba tomando el asunto, la Diputación de Aragón se reunió y consultó a varios letrados en cuanto a la entrega de Pérez a la Inquisición, llegando al acuerdo de que esta entrega no iba en contra de los fueros aragoneses. Así pues, la Diputación ordenó que Pérez fuera de nuevo entregado a manos del Santo Oficio, pero de nuevo surgieron las amenazas de entre los que apoyaban al reo, lo que acabó abortando la entrega. La Diputación, en lugar de imponer su autoridad ante los amotinados, hizo acusaciones a la monarquía de que los testigos que había presentado para inculpar a Pérez de hereje y homosexual habían sido sobornados, noticia que cierta o falsa trascendió a los zaragozanos, lo que hizo que el monarca cayera en un mayor descrédito a ojos de sus súbditos. Mientras tanto, Antonio Pérez trató de escapar de la cárcel de la manifestación pero fracasó y el Justicia mandó que fuera trasladado a un recinto de mayor seguridad.

Así pasó el caliente verano de 1591, tras el cual las autoridades aragonesas decidieron por fin devolver al preso a manos de los inquisidores. Se fijó la fecha para el 24 de septiembre, y desde luego la forma de hacerlo fue un cúmulo de despropósitos y una de las mejores odas a lo chapucero. Dos días antes murió el Justicia Juan de Lanuza y Pellerós, siendo sucedido en el cargo por su hijo Juan de Lanuza “el Joven” tal y como había confirmado tiempo antes el propio Felipe II. El nuevo Justicia era un joven de apenas 26 años, firme defensor de los fueros, y al que muchos han achacado de ser víctima de su propia inexperiencia.

24 de septiembre: Zaragoza se amotina contra el rey

El día 24 llegó pues el momento de trasladar al reo, y el gobernador de la ciudad decidió distribuir abundantes tropas por algunos de los puntos del recorrido que iba a seguir la comitiva. Quería evitar así tumultos como los provocados por los foralistas el anterior 24 de mayo. Sin embargo, el gobernador mandó que se cerraran las puertas de Zaragoza, lo que motivó que dentro quedaran muchos labradores ociosos que, de haber podido hacerlo, habrían estado trabajando en los campos en lugar de en la ciudad apoyando a los simpatizantes de Antonio Pérez. El gobernador amenazó de muerte a todo aquél que ofreciera algún atisbo de resistencia a las autoridades, y apenas comenzado el recorrido, un joven gritó “viva la libertad”, siendo asesinado por los soldados por un arcabuzazo. Ahí comenzó la revuelta, y los partidarios de Pérez, llamados a sí mismos como “Hijos de la Libertad”, llamaron a las armas a los zaragozanos haciendo tañer la campana de la iglesia de San Pablo. Mientras, los enviados por la Inquisición entregaron en la Corte del Justicia a Juan de Lanuza los papeles de la petición de entrega de Antonio Pérez, a los que dio el visto bueno y marcharon a la casa del virrey de Aragón, quien también dio su aprobación en presencia de una gran cantidad de nobles del reino. Tras esto, todos marcharon a la cárcel para hacer efectiva la entrega, pero se encontraron con una gran multitud frente a las puertas, que había sido convocada por los foralistas tras el altercado de hacía un rato. Fue al llegar los carruajes de la Inquisición cuando la gente comenzó a atacar a los guardias, iniciándose un gran tumulto que provocó la muerte de más de treinta personas. Con la situación fuera de control, los amotinados abrieron las puertas de la cárcel y liberaron a Antonio Pérez, a quien luego le abrieron las puertas del portón de Santa Engracia y se le dejó marchar en dirección a Francia.

Cuando la noticia del amotinamiento en Zaragoza llega a la corte, Felipe II formó una Junta de Estado con el objetivo de dar orden para el reforzamiento de la frontera con Francia, tratando por un lado de evitar que los franceses mandaran ayuda a los amotinados y por otro intentar cerrar la huída a Antonio Pérez. Envió además orden a las autoridades aragonesas de que resguardaran o en su caso destruyeran todas las armas de que dispusieran para evitar que estas cayeran en manos de los revoltosos. Pero la situación, tras la liberación de exsecretario real se había «calmado», y con la amenaza de ese ejército real acantonado en Ágreda los mandatarios aragoneses desoyeron las órdenes y dieron las armas a los amotinados, quienes se hicieron con el control de la capital aragonesa. Enterado de esto, el monarca mandó la orden para que el ejército real entrara en Aragón y avisó a las diferentes localidades  y a la nobleza de que lo hacía para reinstaurar el orden, la justicia y la autoridad del Santo Oficio.

La invasión de Aragón por las tropas realistas

La noticia de que el ejército real marchaba sobre el reino produjo una enorme conmoción en todo Aragón, pero particularmente en Zaragoza, desde donde la Diputación, presionada por los apoyos de Antonio Pérez, declaró esta acción del rey como contrafuero, es decir, que iba en contra de las leyes aragonesas. Pero los diputados primero debían tener el consentimiento del Justicia, quien era el garante y protector del cumplimiento de los fueros, de que la acción del monarca los contravenía. Juan de Lanuza, junto con cuatro de sus cinco lugartenientes, afirmaron que Felipe II estaba cometiendo contrafuero, por lo que la Diputación levantó en armas al reino de forma oficial en contra del ejército real. Se mandaron misivas a todas las localidades y nobles para que enviaran hombres y pertrechos con los que formar un ejército aragonés, pero las comunicaciones de la época hicieron que este proceso fuera muy lento, además de que muchas localidades no tenían muy claro si debían actuar en contra del monarca. También se pidió ayuda al Principado de Cataluña y al Reino de Valencia, y aunque los primeros sí que intercedieron ante el rey para tratar de evitar la invasión de Aragón, ninguno de los Estados vecinos envió ninguna ayuda.

El duque de Villahermosa, el conde de Aranda y Juan de Lanuza, principales líderes del levantamiento esperaban que llegaran a Zaragoza unos 24.000 hombres para enfrentarse a las tropas realistas, pero finalmente apenas se formó una fuerza de unos 2.000, la mayoría labriegos y artesanos que apenas habían cogido un arma en toda su vida. Mientras, desde la corte, Felipe II al ver los movimientos de las instituciones aragonesas mandó de nuevo misiva a Aragón para decir que las tropas entraban no como fuerza invasora, sino para reinstaurar la autoridad del Santo Oficio y de las autoridades civiles, al mismo tiempo que ordenó a Alonso de Vargas, comandante del ejército real, que acelerara su entrada en Aragón.

Y así lo hizo, pues las tropas realistas, formadas por 12.000 soldados de infantería, 2.000 de caballería y que contaba con varias piezas de artillería, entraron en el reino aragonés entre los días 7 y 8 de noviembre. La mayoría eran tercios viejos que habían luchado en Flandes o en el Mediterráneo frente a los piratas berberiscos o las naves del turco, en contraposición de las inexpertas y escasas tropas foralistas. Además, mientras que en Zaragoza el ánimo de oposición a la invasión era unánime, fuera de la capital no lo era tanto, e incluso muchos señores apoyaron al ejército real. A esto ayudó el celo de Alonso de Vargas en evitar desmanes de sus tropas como los habituales saqueos, siguiendo las órdenes dadas por el rey.

Mientras, los aproximadamente 2.000 hombres con los que contaba Juan de Lanuza salieron de la capital aragonesa el día 8 de noviembre y establecieron su campamento en Utebo. La descoordinación fue total, pues el mismo Justicia había ordenado la destrucción del puente que cruzaba el río Jalón en Alagón para así ralentizar el avance realista. Pero los tercios se encontraron en cambio con que el puente no solo no había sido destruido sino que se encontraba sin vigilancia alguna. De nuevo se repiten las acciones chapuceras por parte de las mandos aragoneses como ya había sucedido el pasado 24 de septiembre.

En vistas de la enorme desventaja con la que se contaba, Juan de Lanuza decidió abandonar a sus tropas y marchar a Épila en busca de la protección del duque de Villahermosa y el conde de Aranda, que también se habían refugiado allí. El propio Antonio Pérez, que al ver los pasos pirenaicos demasiado protegidos por hombres del rey había regresado a Zaragoza días antes, también abandona el ejército y huye hacia Francia, esta vez consiguiendo llegar al reino vecino donde murió en París en el año 1611 en la más absoluta pobreza.

Los foralistas aún acampados en Utebo, viéndose abandonados por sus líderes, se acabaron disgregando y, sin haber cruzado armas, el ejército real entró en Zaragoza el 12 de noviembre, ocupando la ciudad y el reino durante algo más de un año. Llegaba entonces el momento de la represión. Esta fue hecha de manera inteligente, según palabras del profesor de la Univ. de Zaragoza Gregorio Colás Latorre, pues Felipe II se limitó a dar ejemplo con los cabecillas y quiso evitar un escarmiento más generalizado. Algunos de los apoyos más fervientes de Antonio Pérez, encabezados por Diego de Heredia, intentaron entrar de nuevo en Aragón con ayuda francesa, pero estos fueron finalmente capturados y ejecutados.

Mientras, una vez que pasaron las semanas y que se habían calmado los ánimos, Juan de Lanuza regresó a Zaragoza y comenzó a hacer vida normal, hasta que el día 19 de diciembre fue hecho preso por orden del rey y al día siguiente y sin juicio alguno fue ejecutado en la plaza del Mercado de Zaragoza, donde actualmente se encuentra el Mercado Central. El joven Juan fue decapitado en medio de un lúgubre silencio que embargó las calles zaragozanas, siendo desde luego un castigo que quedó impreso en los corazones de los aragoneses. Hay que decir que en este caso Felipe II actuó de forma tiránica, pues según las leyes el Justicia de Aragón solo podía ser juzgado en cortes, pero Juan de Lanuza fue detenido y condenado a muerte sin proceso judicial alguno. Ni tan siquiera fue organizada ninguna farsa judicial que le diera al acto un aura de justicia. También fueron encarcelados el duque de Villahermosa y el conde de Aranda, que eran las dos nobles de mayor importancia del reino, y en poco tiempo ambos murieron de manera poco conocida y sospechosa.

En 1592 Felipe II convocó cortes en Tarazona y allí dejó varias disposiciones que afectaron al régimen foral aragonés, aunque tampoco supuso su fin, ni mucho menos, como a veces se ha querido hacer ver. Para ello os recomendamos la lectura del artículo sobre las consecuencias de la Rebelión de 1591.

Los aragoneses nunca tuvieron conciencia de haberse rebelado contra su rey, sino que no entendían los actos de este contra unos fueros que había jurado proteger en la Seo de Zaragoza al comienzo de su reinado. No eran capaces de comprender el por qué de su actuación y de su desdén a unas leyes antiguas, y siempre estuvo la conciencia de que ellos lo que habían hecho era defender la legislación del reino, frente a todos y frente a todo.

Sergio Martínez Gil

Lcdo. en Historia por la Univ. de Zaragoza