EL EMPECINADO

El 9 de septiembre de 1813 entró en Zaragoza Juan Martín Díez, más conocido como “el Empecinado”, apodo que recibían todos aquellos que nacían en Castrillo. Fue inculto, prodigioso y un héroe mal pagado, el mejor guerrillero que hubo en la Guerra de la Independencia. Desde él y por él, empecinarse no es ya sólo mancharse de pecina -cieno verde de aguas en descomposición, característico del arroyo que bañaba su Castrillo natal–, sino que es obstinarse, aferrarse, empeñarse por conseguir un fin, que para Juan Martín Díez no era otro que obtener la ansiada libertad, lucha que le costó una muerte en la horca, como a tantos otros que se empecinaron en vivir como hombres y no como esclavos.

En vida fue glorificado y desterrado, se le concedieron honores y se los retiraron, le aclamaron y le apedrearon. No quisieron juzgarle, pues no querían que su muerte tuviera resonancia por aquella España a la que tanto dio y que tanto le quería, sino que lo ahorcaron por orden real. Sin embargo, no se salieron con la suya, pues fue  retratado por nuestro Francisco Goya e inmortalizado por Benito Pérez Galdós, que lo convirtió en protagonista de la novela Juan Martín el Empecinado, parte de su famosa serie novelesca titulada Episodios Nacionales; y no son pocas las localidades castellanas que le rinden los merecidos homenajes que no le dieron en vida, como les ocurre a aquellas personas que se convierten con su muerte heroica en símbolos de amor al pueblo y lucha contra el opresor.

Era un humilde hijo de campesinos que a los 18 años se alistó en el ejército y participó en la campaña del Rosellón contra los franceses entre 1793-1795, donde aprendió el oficio de las armas.

Después de esto, se casó con Catalina de la Fuente en Fuentecen –Burgos–, donde se instaló como labrador pensando en construir una familia pero, en 1808 los ejércitos franceses de Napoleón invadieron España y se levantó en armas contra ellos. Al parecer, según nos cuentan las fuentes, una patrulla francesa violó a una muchacha de su pueblo y después salieron huyendo. Nuestro personaje, junto con sus hermanos y algunos familiares y amigos, montaron a caballo y cuando les dieron alcance los asesinaron. Fue esta acción lo que les obligó a echarse al monte.

Es aquí donde empezó su actividad guerrillera. Su principal radio de acción fue Burgos, Valladolid, Salamanca, la Sierra de Gredos y Guadalajara, aunque su actividad por tierras aragonesas no fue ni mucho menos insignificante.

Al principio de la Guerra de la Independencia combatió con el ejército español pero, tras sufrir dos duras derrotas en campo abierto, decidió que esa no era la mejor manera de combatir a los franceses, sino que como más daño podían hacer era practicando una guerra de guerrillas en los montes, en los pueblos, en los campos, hostigando continuamente al enemigo con pequeñas escaramuzas, cortando comunicaciones y suministros, y robando armas y munición al enemigo.

Su número de hombres iba en aumento, se hizo dueño de grandes territorios y el daño al ejército francés fue tan grande que Napoleón envío al general Joseph Léopold Sigisbert Hugo con el único cometido de acabar con “El Empecinado”. Como no era un simple bandolero al que se podía comprar y como ningún intento de reducirle fructificaba, apresaron a su madre, con la que pretendían hacerle chantaje. Pero este reaccionó amenazando a Joseph Léopold Sigisbert Hugo con pasar a cuchillo a todos sus prisioneros franceses si no liberaban a su madre y ante tales amenazas, no le quedó más remedio que liberarla.

Acabó estando al mando de una tropa y siendo brigadier del ejército español. Ejerciendo este mando en 1811 su superior, el general del ejército de Valencia Joaquín Blake, le encargó que desempeñara actividades bélicas en Aragón junto con el brigadier Joaquín Durán. De septiembre a diciembre de aquel año dio batalla al ejército francés de manera intensa y frenética por nuestras tierras, en lo que se conoce como «Campaña del Empecinado», coronando con éxito la mayoría de sus acciones. Tuvo encontronazos con parte del ejército francés en los llanos de Mainar, Alagón y un largo etcétera, de los que salió siempre airoso, capturando un buen número de prisioneros; tomó Molina, sitió en pocos meses Calatayud y también Daroca y La Almunia, además de rendir al destacamento de El Fresno. No está mal para una visita de tan sólo cuatro meses.

Cuando acabó la guerra en 1814 fue ascendido a Mariscal de Campo. Sin embargo, poco duraría la tranquilidad para nuestro hombre, pues en marzo de 1815 volvió Napoleón desde el exilio a París, rehízo su ejército y existía el peligro de que Francia volviera a ocupar España. El Empecinado en estos días, en concreto hasta junio de 1815, cuando Napoleón fue derrotado definitivamente en la Batalla de Waterloo; estuvo al frente de varios batallones ubicados en los Pirineos, como las compañías del Regimiento de Infantería de Burgos nº. 2 situadas en Valle de Broto -Huesca-, municipio donde se afincó en julio de 1815, disfrutando en su tiempo libre de la caza del oso, una de sus aficiones, cerca del valle de Bujaruelo, en la localidad de Torla.

Tras la guerra contra los franceses, el rey Fernando VII rechazó la Constitución de 1812 que se había elaborado en su ausencia y restauró el absolutismo. “El Empecinado” recriminó al rey que no acatara la Constitución y fue desterrado a Valladolid.

En 1820 colaboró con el pronunciamiento militar del general Riego, obligando al rey a jurar la Constitución de 1812, siendo nombrado gobernador militar de Zamora y por último, Capitán General.

El rey decidió acatar la Constitución no por convencimiento, sino forzado por las circunstancias y mientras tanto estaba buscando apoyos en el extranjero que le permitieran hacerse con un ejército internacional con el que reinstaurar el absolutismo. En esta época intentó que el Empecinado se uniera a su causa para lo que le ofreció otorgarle un título nobiliario y una importante suma de dinero, nada más y nada menos que un millón de reales. La réplica del Empecinado fue: «Diga usted al rey que si no quería la constitución, que no la hubiera jurado; que el Empecinado la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a sus juramentos».

Finalmente, Fernando VII, ayudado por un ejército internacional llamado los “Cien Mil Hijos de San Luis”, reinstauró el absolutismo en 1823 y Juan Martín Díez tuvo que exiliarse en Portugal.

Decretada una amnistía en 1824, El Empecinado solicitó permiso para volver a España. Gracia que le fue concedida pero, el rey traicioneramente, como era habitual en él, ordenó que lo apresaran y más tarde que lo ahorcaran.

Santiago Navascués Alcay

Doctor en Historia por la Univ. de Zaragoza