EL EMPERADOR «EMÉRITO»: CARLOS V ABDICA

Entre finales de 1555 e inicios de 1556, el emperador Carlos V de Habsburgo cedió todo su poder en las llamadas Abdicaciones de Bruselas. Estos últimos años en los que hemos aprendido a utilizar términos como “rey o papa emérito”, nos permiten poder mirar hacia el pasado para conocer otras abdicaciones importantes de la historia y hablar incluso de un “emperador emérito”, aunque este título nunca se utilizara. En enero de 1516 y con apenas 16 años de edad, un jovencísimo Carlos de Habsburgo recibió si no la más grande, una de las mayores herencias que una sola persona ha recibido nunca. Por parte de sus abuelos maternos y paternos y de sus propios padres, Carlos de Gante recibió numerosos Estados para gobernarlos, como las coronas de Aragón y Castilla, los dominios de la Corona aragonesa en la península itálica, Flandes y un largo etcétera que incluía también las cada vez más crecientes conquistas en el denominado “nuevo mundo”. A todo esto le sumó su elección como Rey de Romanos por medio de una costosísima compra de votos y, por lo tanto, como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en el año 1519. Con todo sumaba unos dominios que crearon el primer imperio moderno y a la vez el primer imperio a escala global de la historia.

A estos sucesos le siguieron un reinado con grandes sueños de grandeza por convertirse en un nuevo Carlomagno, tratando de crear una gran monarquía católica con una Europa cristiana liderada por los Habsburgo que consiguiera poner fin a la gran amenaza islámica del poderoso Imperio otomano, por aquél entonces en plena expansión por el Mediterráneo y en los Balcanes. Pero lo que acabó consiguiendo el emperador Carlos V fue un reinado lleno de conflictos durante el que sintió que había fracasado en sus objetivos. No logró liderar a la cristiandad contra el enemigo común y, además, esa misma cristiandad había terminado dividida con la aparición del protestantismo a raíz de los postulados de Martín Lutero. Es pues curioso que con el emperador se tiene una visión de la edad dorada en cuando al poderío de la Monarquía Hispánica pero que si pudiéramos viajar en el tiempo y preguntarle a él nos encontraríamos con una persona que se sintió en buena medida “fracasado” a la hora de cumplir sus objetivos de juventud.

El caso es que un largo reinado lleno de guerras, viajes y enfermedades y jalonado con tragedias personales como la muerte de su amada esposa Isabel, le había dejado muy achacoso y deseaba dejar paso a la siguiente generación mientras el resto de protagonistas de la Europa de su tiempo habían ido muriendo, como Martín Lutero (1546), los reyes Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia (1547), y el papa Paulo III (1549). Probablemente Carlos habría abdicado mucho antes, pero quería intentar dejar solucionado, al menos en parte, el problema religioso en el imperio, alcanzando la Paz de Augsburgo en septiembre de 1555 y otorgando a los príncipes la capacidad de poder elegir la religión que quisieran seguir, la católica o la luterana. Mientras tanto, había ido otorgando algunos títulos a su primogénito varón y heredero, el príncipe Felipe, que en 1546 fue investido como duque de Milán y en 1554 como rey de Nápoles. Pero había otro problema, y es que aunque era rey de la Corona de Aragón y de Castilla con plenos poderes y facultades, no podía abdicar todavía. Y es que en realidad era corregnante junto a su propia madre Juana, inhabilitada para ejercer el poder y encerrada durante más de cuatro décadas en Tordesillas pero que legalmente seguía siendo la reina y además era la única depositaria de los derechos dinásticos. Es decir, que era la única que los podía transmitir, y mientras ella siguiera viva el emperador Carlos no podía abdicar el trono y dárselo a su hijo.

Finalmente, el 12 de abril de 1555 Juana falleció y todo el mecanismo de la abdicación se puso en marcha. Primero Carlos se dedicó a intentar alcanzar esa paz de compromiso en el imperio con la cuestión religiosa y, tras haberlo logrado, inició en el mes de octubre de ese mismo año las llamadas Abdicaciones de Bruselas. Durante varios meses convocó diferentes actos solemnes en la ciudad belga en los que, uno a uno, fue abdicando de sus derechos en los distintos Estados que llevaba gobernando desde hacía casi cuarenta años. Y fue el 16 de enero de 1556, cuando estaban a punto de cumplirse cuatro décadas de la muerte de su abuelo Fernando II el Católico y su propio acceso al trono, cuando abdicó en su hijo para que este se convirtiera en Felipe II de Castilla y Felipe I de Aragón.

Mientras tanto, y consciente de que la Paz de Augsburgo era muy frágil y que el Sacro Imperio Romano Germánico iba a ser un nido de avispas difícil de solventar, el título imperial no le fue concedido a su hijo Felipe, sino que se lo dio a su hermano Fernando separando así el linaje de los Habsburgo en dos líneas principales, la hispánica y la austriaca, durando esta última hasta 1918 en pleno siglo XX. Tras abdicar y ya muy avejentado a pesar de contar sólo con 56 años, Carlos, el “emperador emérito”, se retiró al extremeño Monasterio de Yuste donde pasó sus últimos días hasta que le alcanzó la muerte provocada por el paludismo un 21 de septiembre de 1558.

Sergio Martínez Gil

Lcdo. en Historia por la Univ. de Zaragoza